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Ciencias

Revolución digital: Capturada por el neoliberalismo

Una combinación de astucia financiera, poder empresarial incontrolado y austeridad económica ha hecho trizas el contrato social al que se llegó después de la Segunda Guerra Mundial

 

Los cambios tecnológicos tienen una profunda repercusión en cómo nos desenvolvemos en nuestra vida cotidiana. Las innovaciones digitales ya han transformado la manera en que nos ganamos la vida, aprendemos, compramos y jugamos. A nivel colectivo, constituyen una cuarta revolución industrial que está cambiando la geografía de la producción y los perfiles del trabajo. Pero, a fin de cuentas, son las acciones sociales y políticas —en forma de reglas, normas y disposiciones— las que determinarán cómo se despliega el futuro.

A este respecto, ha sido una desgracia que la revolución digital tuviera lugar en una época neoliberal. Durante los cuatro últimos decenios, una combinación de astucia financiera, poder empresarial incontrolado y austeridad económica ha hecho trizas el contrato social al que se llegó después de la Segunda Guerra Mundial y lo ha sustituido por una serie diferente de reglas, normas y políticas, a nivel nacional, regional e internacional. Esto ha permitido al capital —tangible o intangible, a corto o largo plazo, industrial o financiero— eludir la supervisión reguladora, aprovechar nuevas oportunidades de lucro y restringir la influencia de los responsables políticos sobre la manera de hacer negocios.

Esta agenda ha hecho suya la visión de un mundo digital interconectado, sin límites artificiales a los flujos de información y con la sensación de euforia tecnológica que suscita la creencia en su carácter inevitable e inmutable. Las grandes empresas han respondido convirtiendo la recopilación y el procesamiento de datos en un auténtico cuerno de la abundancia para la obtención de rentas.

Acontecimientos recientes —desde la crisis financiera y la lenta recuperación que la siguió, hasta los escándalos de las noticias falsas y la privacidad de los datos que ocupan ahora los titulares de la actualidad— han obligado a los responsables políticos a hacer frente a las desigualdades y los desequilibrios producidos por esta agenda. Los gobiernos han empezado a reconocer la necesidad de colmar las lagunas en la regulación que perjudican a la ciudadanía, disponer redes de seguridad más sólidas para quienes se ven negativamente afectados por el progreso tecnológico e invertir en las competencias que necesitan los trabajadores del siglo XXI. Pero hasta el momento las palabras se han dejado oír más que los hechos.

 

“Comprometerse a no dejar a nadie rezagado al tiempo que se invoca la buena voluntad de las empresas o el espíritu generoso de los superricos significa hacer un llamamiento esperanzado por un mundo más cívico”

Pese a todo cuanto se ha dicho, este mundo no es nuevo ni feliz. La era de la globalización anterior a 1914 fue también un período de cambios tecnológicos espectaculares, en el que los cables telegráficos, las carreteras y los buques de vapor crearon un mundo más veloz y más pequeño; también era un mundo de fuertes monopolios incontrolados, especulación financiera, momentos de auge y de crisis, y una desigualdad creciente. Mark Twain criticó una Edad dorada (Gilded Age) de una riqueza privada obscena, una corrupción política endémica y una miseria social muy extendida; y, de manera parecida a los grandes magnates digitales de hoy en día, los empresarios de los ferrocarriles de antaño eran maestros en la manipulación de innovaciones financieras, técnicas de fijación de precios y conexiones políticas que multiplicaban sus beneficios mientras perjudicaban a las empresas rivales y a la ciudadanía en general.

Y tal como ocurre en la actualidad, las nuevas tecnologías de la comunicación del siglo XIX ayudaron al capital a dar una nueva configuración a la economía mundial. Muchos comentaristas se afanan en describir la década actual como una era de “libre comercio”, evocando la idea de las ventajas comparativas de David Ricardo para sugerir que incluso los rezagados tecnológicos podían prosperar si se especializaban en lo que mejor hacían y se abrían al comercio internacional. Era un relato tranquilizador en el que todos salían ganando cuando en realidad el ganador se llevaba la mayor parte del premio, y también un artículo de fe de la causa globalista, que indujo a John Maynard Keynes, en su Teoría General, a establecer paralelismos con la Santa Inquisición.

En realidad, el comercio internacional de finales del siglo XIX se gestionaba mediante una combinación non sancta de controles coloniales en la periferia y aumento de los aranceles en el núcleo central emergente, a menudo, como en el caso de los Estados Unidos, hasta niveles muy elevados. Pero, como en la actualidad, el discurso del libre comercio ofrecía una coartada útil para la circulación incontrolada del capital y toda una serie de normas concomitantes —el patrón oro, una legislación laboral represiva, presupuestos equilibrados— que disciplinaban el gasto público y frenaban los costos de hacer negocios.

Juego de equilibrios

A medida que los desequilibrios y las tensiones crecientes de la globalización actual dejan sentir sus efectos en un mundo cada vez más financiarizado y digitalizado, el sistema de comercio multilateral está siendo forzado hasta el límite. Se han establecido enseguida paralelismos poco tranquilizadores con la década de 1930. Pero si algo nos enseña el período de entreguerras es que promover el libre comercio en un contexto de austeridad y desconfianza política generalizada no sirve para sostener el centro mientras todo se desmorona. Y comprometerse simplemente a no dejar a nadie rezagado al tiempo que se invoca la buena voluntad de las empresas o el espíritu generoso de los superricos significa, en el mejor de los casos, hacer un llamamiento esperanzado por un mundo más cívico y, en el peor, intentar eludir de manera deliberada un debate serio sobre los auténticos factores determinantes de la desigualdad, la deuda y la inseguridad.

La respuesta no puede consistir en buscar refugio en alguna visión mítica de un excepcionalismo nacional o sentarse a esperar que una oleada de exuberancia digital se lleve por delante todos estos problemas. Existe más bien la necesidad urgente de replantear el sistema multilateral, si se quiere que la era digital cumpla todas sus promesas.

A falta de un planteamiento progresista y de un liderazgo intrépido, no puede sorprender que el interregno, como hubiera vaticinado Antonio Gramsci, muestre inquietantes señales de malestar político. Encontrar el relato adecuado no es tarea fácil. De momento, podríamos recordar las palabras de Mary Shelley —de cuya monstruosa creación, Frankenstein, se celebra este año el bicentenario, sin que haya perdido su poder de evocar el miedo y la fascinación que produce el progreso tecnológico— “el principio es siempre hoy”.

 

(Fuente: elpais)

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